El poder de la poesía

Por Mihaela Radulescu



Decía Foucault que las únicas fuerzas activas son el poder, el discurso y el cuerpo. La poesía las explora, juntas o por separado, desde la perspectiva del proyecto reflexivo del yo, como interrogación de los vínculos entre memoria y realidad. En Juegos, el discurso es el eje; desde su potencial latente surge una geografía mental, recorrida y reinventada. Es así como Elma Murrugarra trans-forma y con-forma su mundo, como en un viaje a la memoria, siguiendo un itinerario de signos. En el camino se reencuentra con sus propias inquietudes, sobre opciones, realidades, transformaciones y libertades, para seguir las cuatro partes del libro, que forman una especie de red en cuya trama resalta la concretez y la fragmentariedad de las imágenes. Incorpora personajes, exorciza palabras, emprende paseos intertextuales, desmaterializa y formaliza la experiencia en un “goteo extendido”, para usar una de las imágenes de su escritura, inspirada en la técnica de Pollock, pintor frenético, cultor de la expresión abstracta nutrida directamente de la energía de la subjetividad personal.

Paulatinamente, Juegos proyecta una forma de ver el mundo, seleccionando elementos y diseñando recorridos, segmentos de percepción en un mapa laberíntico y probablemente imposible. Es difícil ver los contornos de la geografía contenedora; el mundo guarda sus misterios abriendo y cerrando puertas, jugando con los espacios físicos de los poemas, con los silencios, con la presencia gráfica, con los ritmos. El tiempo se acelera y los nombres consignados sustantivizan la materia. Como objetos, las palabras se suceden veloces. El mundo se vuelve una conglomeración de signos, una combinación de experiencias almacenadas en elementos. El concepto de real por el contrario, se va diluyendo.

A inicios del siglo pasado, I. A. Richards decía que el arte es capaz de reconciliar aspectos conflictivos de la realidad, por lo cual sería un modo de garantizar la estabilidad y preservar el orden. Al final del mismo siglo, F. Savater afirmaba que el arte ha de asumir la liberación y regeneración del ser humano al deshacer la labor paralizante de los rituales violentos e inertes entre los que vivimos. Esto es, resquebrajar el orden y con él, “el mar congelado dentro de nosotros” del cual hablaba Kafka. Y justo a mitad de siglo, Dylan Thomas daba testimonio sobre su propia razón de escribir: “Leí una vez algo sobre un pastor que cuando le preguntaron porqué cumplía ciertos ritos, en círculos de hongos, relacionados con la luna, para proteger sus rebaños, él contestó: Sería un condenado tonto si no lo hiciera. Estos poemas con todas sus crudezas, sus dudas y confusiones están escritos por amor al Hombre y alabanza a Dios, y yo sería un condenado tonto si ello no fuera así.”

La poesía de Elma Murrugarra quiebra la realidad y la ordena a su manera, siendo principalmente el acto de una creación reivindicadora del poder de generar sentidos, almacenados en las formas y contenidos que integran el discurso poético. Es, desde cierto punto de vista, un autorretrato catártico y la teatralización de la propia individualidad; es, en ese sentido, un escenario de pasiones. Es también discurso metafórico de la realidad, cuya ambigüedad la interpretación difícilmente podría superar sobre todo por que su acción formante produce más que expresa. Por eso, al final, como diría R. Barthes, queda una sensación de enigma.

¿Podemos acercarnos a este escenario de pasiones para describirlo y eventualmente para indagar sobre sus razones de ser? ¿Hay que “descompirar” la escritura” y su proceso significante, que además sólo se realiza en el acto de lectura personalizado en extremo? Como lectora, tengan por seguro que lo hago, una y otra vez. Pero prefiero que lean Juegos, para que no pierdan el placer del descubrimiento, de la revelación instantánea o el intento –justificable– de llegar al centro de esta abolición y llegar al mundo real.


Lima, martes 13 de abril de 2002